“Tótem, o la ceremonia del desarme masculino” es una obra de danza contemporánea, teatro físico y performance dirigida y concebida por Sergio Patricio (Valenzuela Valdés), en colaboración con los intérpretes-creadores Camilo Sandoval, Pedro Tugas y el propio Patricio, todos de edades similares. La obra tiene una duración aproximada de 45 minutos y se instala como una ceremonia de transformación, un gesto escénico que busca desarmar los mandatos del género y cuestionar la construcción de las masculinidades tóxicas en el Chile actual. Más que un montaje, se presenta como un laboratorio vivo de deconstrucción, donde lo vulnerable y lo brutal conviven en un mismo territorio.
El espacio elegido para la presentación —un galpón industrial, rústico y áspero— donde el escenario se convierte en un lugar de choque y fricción entre lo humano y lo social, un punto donde el arte se enfrenta a la vida cotidiana. El  público rodea la acción en sillas dispuestas en forma de “U”, situándose peligrosamente cerca de lo que sucede, en constante tensión, como si en cualquier momento pudiera alcanzarlo un golpe, un grito, un escupo o incluso el sudor de los intérpretes. Esta proximidad extrema potencia la sensación de riesgo, reforzando la crudeza de la experiencia.
público rodea la acción en sillas dispuestas en forma de “U”, situándose peligrosamente cerca de lo que sucede, en constante tensión, como si en cualquier momento pudiera alcanzarlo un golpe, un grito, un escupo o incluso el sudor de los intérpretes. Esta proximidad extrema potencia la sensación de riesgo, reforzando la crudeza de la experiencia.
El movimiento de los intérpretes se caracteriza por ser brusco, ágil, cortado, arriesgado. Sudor, golpes, caídas y escaladas sobre andamios componen una fisicalidad directa, sin ornamentos, que roza lo animal y lo primitivo. Cada golpe, caída o roce deja una marca claramente visible en los cuerpos: rojeces, moretones, huellas que son parte del espectáculo tanto como los gestos.
Los intérpretes escupen al piso y entre sí, se olfatean y se reconocen como animales en un ritual de confrontación y pertenencia. En medio de esta violencia física, también se desliza la tensión sexual: los cuerpos, llevados al límite, no solo luchan y se rechazan, sino que en ciertos momentos ceden a impulsos sexuales, rozando una intimidad visceral que expone el deseo como parte inseparable de la vulnerabilidad y del combate. El piso rectangular rojo en el centro del lugar a modo de cuadrilátero de boxeo, refuerza la sensación de combate ceremonial, un espacio donde la confrontación física y simbólica se hace inevitable.
A medida que avanza la obra, se intensifica la exposición física: la ropa de ensayo cae, revelando cuerpos en mallas de lucha grecorromana que evocan una confrontación cruda y sin disfraces. Con la segunda explosión, la tensión escala: uno de los intérpretes queda finalmente despojado de toda su ropa, exponiendo su intimidad y vulnerabilidad. Pero no es una vulnerabilidad ligada a la vergüenza, sino a un gesto profundo de despojo: como si se arrancara la piel, mostrando una desnudez natural, con los genitales ocultos por el mismo cuerpo, casi castigados en la acción.
Hacia el final, con una tercera explosión, el movimiento cambia radicalmente: se vuelve más sutil, frágil y contenido, intensificando la conexión de las miradas entre los intérpretes. Lo que antes fue choque y brutalidad, se transforma en un encuentro cargado de humanidad y desnudez emocional, donde el cuerpo, lejos de ser solo fuerza, se revela  también como fragilidad, deseo y apertura.
 también como fragilidad, deseo y apertura.
El espacio sonoro se compone de respiraciones, gruñidos, quejidos, exclamaciones, golpes secos, escupos y jadeos que hacen vibrar la sala, sumados a un sonido ambiental continuo, semejante a sirenas pero indefinible, que nunca abandona la alerta. Este zumbido-tensión sostiene la acción y envuelve al público en una atmósfera de amenaza constante. Sin embargo, este paisaje no es lineal: a ratos se corta bruscamente, abriendo paso a silencios densos donde el roce de los cuerpos, el sudor cayendo y las miradas cobran un protagonismo estremecedor. Estos silencios actúan como un vacío lleno de tensión, que obliga al público a sostener la incomodidad sin escape.
En cuanto a los elementos visuales, el cuadrilátero rojo en el piso y los andamios de metal generan un ambiente seco, tosco, donde la fragilidad y la violencia coexisten. La iluminación, limitada a un único foco de construcción cálido-amarillento, fija la crudeza sin embellecer, obligando a la audiencia a mirar lo que ocurre sin distracciones. El vestuario —que se transforma progresivamente— acentúa el tránsito de lo cotidiano a lo combativo, hasta llegar a la desnudez. La ausencia de maquillaje enfatiza la honestidad del gesto, mientras la ropa abandonada en escena refuerza la sensación de desgaste y despojo.
El resultado es una obra grotesca y crudamente bella: no bella en sus formas, sino en lo que significa, en su capacidad de mostrar las tensiones más ásperas de la masculinidad, develando su violencia, su vulnerabilidad, su deseo y su contradicción. “Tótem” no pretende complacer ni adornar, sino incomodar y confrontar. La experiencia del espectador es intensa, incómoda, incluso abrumadora, pero profundamente transformadora, pues deja expuesta la pregunta urgente: ¿qué significa ser hombre hoy, en un país donde lo patriarcal aún marca los cuerpos y las relaciones?

