“Brasas”: cuando el cuerpo colectivo arde en resistencia

La primera visita de la coreógrafa francesa Leïla Ka al Ballet Nacional Chileno (Banch) se vivió como un verdadero acontecimiento. Su obra “Brasas”, estrenada en el Teatro Universidad de Chile, instala un pulso vibrante entre fiesta y agotamiento, entre colectividad y fragilidad, en una creación que recuerda la potencia de la danza como práctica universal y comunitaria.

Desde los primeros veinte minutos, la obra se abre como una masa en movimiento continuo, un enjambre de cuerpos que palpitan al ritmo de un techno post–rave. No hay jerarquías visibles: es la horizontalidad de un colectivo que respira y vibra junto. Esta pulsación recuerda a una Europa tensionada por conflictos y guerras cercanas, pero también resuena con un Chile que aún recuerda el gesto de evadir como ejercicio político y comunitario. En ese trance inicial, las individualidades se disuelven en un paisaje de confeti, serpentinas y vestuarios festivos, donde cada cuerpo se entrega a una masa que celebra y resiste al mismo tiempo.

En esa primera sección, Ka logra mostrar la cara transformadora de la danza: cuando los intérpretes —cuerpos diversos, cuerpos entrenados con precisión y potencia— se vuelven uno, en un trance colectivo que recuerda tanto a la pista de baile como a la plaza pública. La coreografía de Ka no permite pausas ni titubeos; es un pulso técnico impecable sostenido por el vigor de intérpretes que aparecen y desaparecen en una vibración compartida.

Luego, la energía inicial da paso a un cambio radical. El cansancio irrumpe y se instala en escena como metáfora de una sociedad saturada de celebraciones efímeras, desgastada por guerras, injusticias sociales y desigualdades persistentes. Ese cansancio encuentra un contrapunto inesperado en canciones populares latinoamericanas, como las de Miriam Hernández, cuyas letras cargadas de amor y desgarro encienden un nuevo registro emocional. Allí, los cuerpos ya no forman una masa indistinta, sino que se reconocen en dúos, tríos y pequeños grupos: relaciones íntimas y frágiles que emergen como islas de humanidad en medio de la extenuación.

El pulso rave se transforma en otra cosa: la vulnerabilidad del cuerpo expuesto. Ka, fiel a su búsqueda de una danza “honesta, que no tema mostrar fragilidad”, convierte lo popular en materia poética, sin ironía ni desprecio, y encuentra dentro de esas canciones lo que las hace universales: la capacidad de reunirnos en una misma emoción.

Los vestuarios sugieren esa doble cara de Brasas: lo vibrante, juvenil, carnavalesco, pero también la mirada de una generación agotada que sobrevive en medio de la precariedad y la melancolía. Entre serpentinas, pieles exhibidas y faldas compartidas entre géneros, los intérpretes sostienen la paradoja que Ka instala: bailar mientras el mundo se quema.
Al término de la pieza, lo que queda es la sensación de haber asistido a un ritual de resistencia. “Brasas” logra articular la paradoja de nuestro tiempo: un mundo que se desmorona, pero en el que aún bailamos juntos, encontrados en el pulso común de la comunidad, en la certeza de que mientras el cuerpo se mueva, seguimos vivos y capaces de rebelarnos.

Ka confirma con este debut en Chile por qué se le considera una de las creadoras más potentes de la danza europea actual. Su lenguaje no solo cruza lo contemporáneo, lo urbano y lo teatral: devuelve a la danza su función esencial, la de recordarnos que somos parte de un cuerpo más grande, un cuerpo colectivo que resiste, ama y celebra incluso en medio del colapso.