La tarde del viernes fue de reencuentros. Desde hace años, los viernes culturales con mi madre, Margarita, se han vuelto una suerte de ritual familiar: salir a ver una obra, una exposición o participar de una charla que nos interpele. Lo hicimos durante muchos años, quizás desde el 2009, y aunque hubo pausas, cada reinicio se siente como volver a habitar una vieja costumbre que el cuerpo nunca olvidó. Esta vez, guiadas por la invitación generosa de Milena Grass, fuimos a la Sala Agustín Siré a ver “Loa”, una creación escénica de Georgia del Campo en el contexto del Foro de las Artes 2025.
El retorno al Departamento de Teatro de la Universidad de Chile, donde estudié y más tarde enseñé, tuvo algo de viaje temporal. Entrar con mi madre nuevamente a la Sala Agustín Siré fue conmovedor; volvió a despertar en nosotras una memoria física. Recordamos estrenos vividos ahí -”Hombra”, “Tres dimensiones de un solo2…, -nombres y cuerpos quedaron suspendidos en el aire como fragmentos detenidos en el tiempo.
 Esa disposición nostálgica nos preparó para entrar a “Paisaje Loa: sobre huellas en las rocas y otras cosas que pueden danzar” , una instalación escénica que desde su primer instante nos atrapó. La experiencia como espectadoras fue doble: una participación pasivo-activa, inmersiva y resonante. Sentadas alrededor del espacio, nos sentimos invitadas, involucradas, parte de una ceremonia más que de una representación. La sala estaba bañada por luces cenitales rojas que teñían los muros, mientras grandes lienzos y pantallas suspendidas desde el cielo colgaban como velos o ruinas flotantes. Sobre ellas se proyectaban imágenes veladas que se repetían, se desplazaban, se deshacían, hasta componer una atmósfera entre lo arqueológico y lo onírico.
 Esa disposición nostálgica nos preparó para entrar a “Paisaje Loa: sobre huellas en las rocas y otras cosas que pueden danzar” , una instalación escénica que desde su primer instante nos atrapó. La experiencia como espectadoras fue doble: una participación pasivo-activa, inmersiva y resonante. Sentadas alrededor del espacio, nos sentimos invitadas, involucradas, parte de una ceremonia más que de una representación. La sala estaba bañada por luces cenitales rojas que teñían los muros, mientras grandes lienzos y pantallas suspendidas desde el cielo colgaban como velos o ruinas flotantes. Sobre ellas se proyectaban imágenes veladas que se repetían, se desplazaban, se deshacían, hasta componer una atmósfera entre lo arqueológico y lo onírico.
Georgia del Campo, al reconocernos entre el público, nos saluda con una sonrisa leve, y retoma su acción: disponiendo piedras alrededor del espacio, traza una geografía ritual. Cada piedra parece marcar un límite, quizás el borde de un río, una frontera entre mundos, o una invocación de territorio. Ese gesto abre el sentido del montaje: una creación que no solo se muestra, sino que se instala, se arraiga, separando y a la vez conectando lo escénico, lo instalativo y lo ceremonial.
Frente a su dispositivo sonoro se encontraba José Miguel Candela, que ya en el Coloquio de Danza del Foro de las Artes había adelantado su fascinante investigación sobre el “canto del río Loa” y su sonido ancestral. Su trabajo envolvente conformó una capa sensorial determinante: aquella en la que el agua, la piedra y el sonido se unían en una partitura postdigital de resonancias y ecos que rozaban lo espiritual.
Nuestra experiencia como audiencia llegaba así con un contexto previo —sabíamos del proceso, del proyecto Ciencia y Arte, de las colaboraciones con arqueología y comunidades atacameñas—, por lo que ver la obra implicaba reconocer capas ya activadas en el cuerpo. Se trataba de una vivencia multimedial, pero también multisensorial: el acontecimiento ocurría no sólo frente a nosotras, sino dentro de nuestro cuerpo y en su periferia.
La dramaturgia perceptiva de la obra parece dividirse en cuatro secciones. En la primera, el cuerpo y el territorio del norte se corresponden como espejo y reflejo. El paisaje se corporiza, se celebra, se enuncia a través del movimiento de la intérprete, casi como si una chamana de piedra conectara las fuerzas dormidas del desierto con los espectadores. La siguiente secuencia propone una relación directa con la materialidad real: la roca, la arena, el sonido, el vestuario —dual y simbólico, negro digital y blanco tangible— generan contrastes entre lo físico y lo virtual. A través de estos medios, el espacio blanco inicial comienza a teñirse con los tonos y densidades del norte chileno. La iluminación, el diseño sonoro cuadrafónico y los saquitos con aromas dispuestos en cada asiento terminan por envolvernos en un recuerdo sensitivo del territorio, un reenactment que nos traslada más que nos representa.
En un momento posterior, la performer se convierte en médium del pasado. Cuerpos y rostros rupestres se funden con su piel en proyecciones que construyen un diálogo entre tecnologías ancestrales y digitales. Este pasaje es quizás el más hipnótico: un ritual postdigital donde la carne y el código conviven, donde los tiempos dejan de ser lineales y conforman un túnel perceptual que une lo remoto con lo presente.
Cuando el blackout total llega —cinco minutos sumidos en oscuridad absoluta— los sonidos nos conducen hacia una zona liminal. Se escuchan aves imposibles, réplicas de especies extinguidas, murmullos de piedras que vibran en frecuencias inmateriales. Es un momento de suspensión absoluta: el público retenido en un espacio que ya no es teatral, sino sensorial y cósmico.
El cierre nos devuelve gradualmente al aquí y ahora: las imágenes manipuladas en tiempo real proyectadas sobre las pantallas-fantasma se diluyen como energía agotada. Quedan los ecos, los murmullos, los últimos destellos. Un final en quietud, hecho de resonancia y reverberación.
“Paisaje Loa” logra un gesto profundo: construir un cruce entre arte, ciencia e historia sin subordinar uno a otro. Lo digital y lo mineral dialogan hasta generar un tercer territorio común, no clasificable, donde la investigación se vuelve poética y el cuerpo funciona como archivo vivo. En esa convergencia, el trabajo de Georgia del Campo se afirma como una propuesta visionaria: una arqueología encarnada que transforma el pasado en vibración presente.
Salir de la Sala Agustín Siré junto a mi madre fue cerrar un círculo: teatro, memoria y afecto se entrelazaron de nuevo. Sentimos que asistimos no solo a una obra, sino a una experiencia de reactivación —un rito donde el paisaje danza, suena y recuerda a través de un cuerpo que encarna la pregunta por lo que aún puede ser habitado.
Ficha artística
dirección/interpretación: Georgia del Campo
composición y diseño sonoro: José Miguel Candela,
artes visuales: Simón Catalán
video mapping: Almendra Díaz
diseño integral : Katiuska Valenzuela,
asesoría teórica y metodológica: Milena Grass,.
Foto Paulina Durán / @pau_fotoartesvivas y Felipe Garay / @quienmelorobo

