“Imaginario corporal: Efecto migratorio”: mapa íntimo del cuerpo que viaja

Estrenada el 20 de noviembre en el Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM), “Imaginario corporal: Efecto migratorio” es una obra de danza contemporánea de la compañía La Turba, con dirección coreográfica de Poliana Lima (Brasil) y dramaturgia de Ricardo Mena Rosado (México). Con una duración de aproximadamente una hora, los intérpretes-creadores Carlota Berzal (Sevilla, España) y Cristóbal Santa María (Concepción, Chile) convierten el escenario en un laboratorio de identidades desplazadas. La obra se instala no como un relato lineal, sino como un archivo sensorial que indaga en la pregunta central: ¿toda migración implica una mutación forzada del ser? Es un gesto escénico que bucea en el desarraigo, la otredad y la construcción de una nueva piel en un territorio ajeno.

El espacio escogido para la presentación —una caja negra— es transformado radicalmente por una tela desplegada que cubre todo el piso, con colores azul y verde degradado que evocan un mapa líquido, un océano o una frontera abstracta. El público, frente a este territorio, observa cómo la acción se desenvuelve sobre esta superficie cambiante. La obra comienza en una oscuridad total que lentamente cede, revelando dos cuerpos cubiertos por un enterizo integral que oculta sus rostros y facciones, deshumanizándolos, reduciéndolos a siluetas anónimas, a “entes” que transitan con una movilidad lenta, densa y contenida, como si cargaran con el peso de la memoria y la distancia.

El movimiento de los intérpretes se caracteriza por su dualidad: de la contención telúrica al estallido frenético. Sus cuerpos, inicialmente encapsulados, se mueven con una energía introspectiva, hasta que la irrupción de ritmos reconocibles —como “Gasolina” de Daddy Yankee o “Crazy in Love” de Beyoncé— actúa como un detonante. La danza se vuelve enérgica, vibrante, casi un ritual de pertenencia a través de la cultura pop importada. Este contraste no es casual; es la encarnación de la contradicción: la facilidad con que se importan músicas y sabores, frente a la dificultad de ser aceptado como persona. En medio de esta explosión rítmica, también se desliza la tensión identitaria: los cuerpos, llevados al límite de la asimilación, no solo se contienen sino que estallan en una catarsis que es a la vez celebración y grito de resistencia.

A medida que avanza la obra, se intensifica la exposición emocional: la capa de anonimato cae. En un momento crucial, los intérpretes se acercan al público y se quitan ceremoniosamente las calcetas, los guantes y, por fin, la máscara que cubría sus rostros. Este despojo es un gesto profundo de reafirmación: como si se arrancaran la piel de la invisibilidad, mostrando una vulnerabilidad ligada no a la vergüenza, sino a la verdad. Sus expresiones, ahora visibles, hablan de nostalgia, resistencia y la fatiga de empezar desde cero. La tela en el piso deja de ser un mapa ajeno para ser su cobija, su piel compartida; la recogen, se arrastran en ella, la habitan.

El espacio sonoro, a cargo de Álvaro Mansillo Villalpando, se compone de una polifonía de la diáspora: ruidos urbanos, percusiones, ritmos brasileños y los éxitos pop globales hacen vibrar la sala. Este collage auditivo sostiene la acción y envuelve al público en la atmósfera de un mundo donde lo local y lo foráneo se mezclan sin pedir permiso. Sin embargo, este paisaje no es un muro de sonido; a ratos cede, abriendo paso a silencios donde el roce de los cuerpos con la tela y el peso de las miradas adquieren una elocuencia estremecedora. Estos silencios actúan como un vacío cargado de memoria, que obliga al espectador a escuchar los ecos de las historias proyectadas.

En cuanto a los elementos visuales, la tela-mapamundi en el piso y las proyecciones de textos que narran historias biográficas —de ciudades, comidas y despedidas— generan un ambiente onírico y documental, donde lo íntimo y lo político coexisten. La iluminación, a cargo de Jesús Díaz, con su predominio de verdes y azules teñidos ocasionalmente de rojos y amarillos, fija la crudeza y la poesía del relato sin embellecerlo, obligando a la audiencia a mirar sin distracciones. El vestuario, a cargo de Gloria Trenado, se transforma progresivamente de un enterizo anonimizante que no revela la piel, acentuando el tránsito de lo impersonal a lo personal. La ausencia de maquillaje enfatiza la honestidad del gesto, mientras los elementos de vestuario abandonados en escena refuerzan la sensación de despojo y renacimiento.

El resultado es una obra poéticamente cruda y conmovedoramente bella: no bella en su ornamentación, sino en lo que significa, en su capacidad de cartografiar las geografías interiores del desarraigo, develando su nostalgia, su resistencia, su capacidad de adaptación y su contradicción. “Imaginario corporal: Efecto migratorio” no pretende ofrecer respuestas fáciles, sino habitar las preguntas incómodas. La experiencia del espectador es reflexiva, emotiva y profundamente humana, pues deja expuesta la pregunta urgente: ¿qué se transforma en nosotros cuando nuestro cuerpo se convierte en el único territorio permanente, en un paisaje en constante redefinición?

Fotos de Ilde Sandrin y Pablo Llorente

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