Es imposible calificar, categorizar o encasillar en alguna definición el trabajo de Eurípedes Laskaridis (1975). En el Festival Internacional Teatro a Mil 2025, solo por tres días mostró su última creación -titulada “Lapis Lazuli” – que reúne diversas disciplinas escénicas, sin palabras, en un viaje que va desde el humor del absurdo al máximo terror que puede sentir un ser humano.
Laskaridis, formado en el teatro y la danza, ha dicho que muchas veces el punto de partida en sus trabajos es un sueño, y que lo fue en esta pieza. Tal vez por eso la puesta en escena tiene una textura onírica, tan impresionantemente real como borrosa; tan clara en su sentido como mutante, de transformación en transformación.
Esta obra recibe el nombre de la piedra semipreciosa que tanto conocemos en Chile, porque padre de Laskaridis le habló de ella cuando niño. Pero su relación con lo que sucede en escena no es formal, sino que tiene que ver con lo que le sucede internamente al material: reacciona de manera impredecible bajo presión, pudiendo incluso disolverse si está mucho tiempo sumergido en agua.
Entonces, el artista arma la escena de “Lapis Lazuli” como un gran espacio de transformación, donde los artistas mutan una y otra vez gracias a la música, la iluminación, vestuarios, elementos de utilería y hasta máscaras.
Una galería de personajes deambulan por la obra; un hombre lobo muy peculiar (interpretado por el mismo Laskaridis), un enmascarado que asume diversos roles y la chica, aterrada a veces, muy fuerte otras. Con ellos dos intérpretes/asistentes, que ayudan con la utilería pero también intervienen como parte del mundo escénico.
El viaja propuesto va de lo cómico a lo grotesco, transformando el escenario en un espacio donde se desarrollan contradicciones y sorpresas sin las limitaciones de la lógica o la linealidad.
Hay danza, teatro, fisicalidad, humor negro, situaciones absurdas e imágenes grotescas, lo que acerca a Laskaridis y “Lapis Lazuli” a la llamada comedia patafísica (movimiento francés vinculado al surrealismo, que pretende que la regla sea lo extraordinario, en un mundo construido de excepciones y anomalías).
La imagen de un hombre lobo abrazando un caballito de mar es primero divertida y luego inquietante. Lo mismo que la recreación de clásicas escenas de cintas de terror, como el lobo acechando a la chica y esta gritando a más no poder.
Lo que no hay es palabras, textos o diálogos. Hay ruidos, sonidos, vocalizaciones de los actores. El hombre lobo se hace entender sin problemas.
Hay guiños a los sueños y a los terrores que lo poblaban en la niñez, en una especie de remezón del inconsciente colectivo occidental. El público se ríe, claro está, pero esa risa puede ser una puerta de entrada a la contemplación existencial. ¿Á qué tememos? ¿Por qué tememos?¿Soy yo mi propio hombre lobo?
En la puesta en escena confluyen espacialidades atemporales que recrean otras épocas, donde el horror del cine b se cruza con la tragedia griega y el drama contemporáneo. Hay que decir que no hay pantallas ni efectos especiales, sino elementos hechos a mano, en la línea del teatro clásico.
Es por todo esto que “Lapis Lazuli” no parece conocida. O, mejor dicho, sus imágenes coinciden con las que guardamos en nuestro imaginario desde siempre. Hay múltiples resonancias y un despliegue físico de los intérpretes que impresiona; risas y, sobre todo, una mirada desacralizadora de lo serio que reivindica el humor -tan denostado-como elemento de creación.
fotos Pinelopi Gerasimou