“Callas, la hija del destino”: acertada puesta en escena que no alcanza a revelar a la diva

“Callas, la hija del destino”, dirigida por Jesús Urqueta con dramaturgia de Ximena Carrera, forma parte del Ciclo Callas con que el Teatro Municipal de Santiago se suma a la conmemoración mundial del centenario del nacimiento de María Callas. La cantante griega, cuya particular voz y manera de interpretar la elevaron a la cima de la ópera, se convirtió en ícono pop debido a su atormentada vida que la expuso al escrutinio público.
La obra, cuya breve temporada terminará este fin de semana (19, 20 y 21 de octubre), ficciona sobre los posibles encuentros entre Callas y Claudia Parada, soprano chilena que estudió con Elvira Hidalgo, maestra de la diva, y que fuera su reemplazo en 1958 en “Un baile de máscaras”, producción de La Scala de Milán. La dramaturgia trabaja el contraste entre las ansias de ser querida de una, que la alejaban del canto, y la rigurosidad de la otra. El destino (la necesidad de atención, su madre, la precariedad económica) lleva a María a ser cantante, no su deseo. Al contrario, Claudia decide dedicarse, lo que implica una vida austera centrada en cuidar su voz.
Claudia Cabezas (“El mar en la muralla”, “Palmeras salvajes”) interpreta a Parada, y Blanca Lewin (“He nacido para verte sonreír”) a Callas, ambas con el desafío de acercar la vida y obra de las artistas a las nuevas generaciones.
De solo una hora de duración, esta entrega producida por el Teatro Municipal de Santiago tiene su fortaleza en la puesta en escena de Urqueta. El texto se centra en encuentros ficcionados entre las cantantes de ópera, donde el diálogo da cuenta de aspectos de su personalidad además de entregar el contexto histórico (recorren un par de décadas).
Si bien lo textual resulta plano para el espectador, las palabras sirven al director para detonar potentes imágenes que se inscriben en lo simbólico y que retratan el ser de Maria Callas.
Una Callas en cuatro patas en el suelo buscando un aro, que no ve porque no usa anteojos ya que a su amado Ari (Aristóteles Onassis) no le agrada cómo se ve con ellos; o la misma diva entrando con el peluche de un perro muerto en brazos recordando el día en que le lazaron un cadáver canino al auto. También la visión de su boca, abierta sin que salga sonido alguno, es decidora. Aporta también la inclusión de textos de la cinta “Medea”, que Callas filmó con Pasolini en 1969.
Para crear estos momentos es gravitante el diseño integral de Loreto Martínez Labarca, quien genera un espacio lumínico que se mueve en un arco simbólico y dramático. El vestuario cita a los más famosos personajes de ambas intérpretes, con acierto y detalle.
La acción se ubica en el camarín de Maria Callas, con percheros, colgadores de ropa con vestidos de títulos como “Aida y “Norma”, un tocador y una chaise longue. Abajo del escenario, un piano. Entre escena y escena aparecen dos utileras, vestidas de negro, que cambian la ropa de las actrices y aportan dinamismo
Blanca Lewin y Claudia Cabezas se apropian de sus personajes, dotándolos de emoción e intensidad. Blanca entrega el tono de una mujer apasionada, contradictoria y desesperada por las fallas de su voz. Su corporalidad y gestos revelan esa dolorosa tensión que la diva experimentó entre su intimidad y su vida pública. La actriz tiene, además, ese cruce entre fama mediática y talento que Maria sufrió superlativamente.
Claudia Cabezas encarna a una Claudia Parada contenida en lo gestual, pero emotiva y empática con su interlocutora. Hay emoción en sus ojos, así como también admiración por Callas y por la ópera.
Las dos se complementan energéticamente: volcánica una, calmada la otra. Se miran, se leen, terminando en una acogida que también será física.
“Callas, la hija del destino” intenta acercar a Maria Callas a nuestras tierras a través de la presencia de una chilena, la también cantante Claudia Parada. Pero, pese a la jugada puesta en escena de Jesús Urqueta y el talento de las actrices, la obra flaquea al momento de retratar en plenitud a la diva y por momentos se convierte en la obra de Parada.

fotografías Patricio Melo