El comienzo de “La posibilidad de la ternura” es impactante. Detrás de un telón pintado con la imagen de hombres prehistóricos atacando a un aterrado mamut, aparece la sombra de un cuerpo grotesco y distorsionado. Se trata de un adolescente de larga cabellera, vestido con un frac color burdeo, que emula a los cavernícolas de la imagen. Luego otros siete adolescentes se reúnen con él en el rito prehistórico, con gestos y ruidos brutales. Se empujan, se atropellan, se mueven burdamente y sus juegos caen luego en peleas.
Esta escena da pistas de lo que vendrá después: un testimonio coral de la obligada rudeza asimilada al ser hombre en una sociedad patriarcal y heteronormada. Una mirada gruesa, sin matices, que sorprende por mostrar problemas a la manera de generaciones anteriores distrayéndose de las particularidades de las actuales.
Dirigida por Marco Layera y Carolina de la Maza, con una dramaturgia colectiva surgida del trabajo de talleres con los jóvenes y el dramaturgismo de Aljoscha Begrich, la obra es un sentido reclamo contra las normas que no permiten que los hombres vivan la ternura.
Escena por escena, surgen temas en la voz de alguno de los integrantes: los juegos de guerra en que participan desde niños, matando y muriendo miles de veces; la obsesión por apretar fuerte la mano y tener el pene grande; la imposibilidad de llorar y el deber de resistir el bullying implacable y la humillación inflingida por sus pares.
El trabajo físico casi coreográfico, asemeja la puesta a “El oasis de la impunidad” entrega de Layera en 2022, ya que los cuerpos dicen lo que las palabras no alcanzan a abarcar. Esta corporalidad refuerza la obra haciéndola atractiva y resonante.
Un elemento importante lo forman las manos de plástico que en un momento se “ponen” los chicos en vez de sus manos. Con ellas pueden tocarse, acogerse y entibiarse en la hoguera donde se reúne la cofradía masculina.
Los jóvenes más dulces son los gays. El chico que estudia teatro y al que su padre no acaricia desde que supo que le gustaban los hombres; y el otro que prefiere bailar a Madonna en vez de entretenerse con “cosas de hombre”. La sensibilidad parece ser prerrogativa de ellos, no aparece ningún heterosexual herido profundamente en su lucha por ser auténtico.
Tampoco tienen un lugar las RR.SS., ni los hombres adultos que los rodean (aparte de aquellos que uno de los intérpretes asimila a los trogloditas de la imagen), ni las madres ni hermanas. No se habla de sexo, de pololas ni pololos, de enamoramiento, ni de otras formas de ejercer poder más allá de los golpes. Tampoco se habla del colegio, de la educación.
No hay una reflexión sobre la violencia de género, ni sobre la objetivación de las mujeres que se ha perpetuado en el tiempo. ¿Y qué pasa con sus cuerpos? ¿los influye la moda? ¿instagram? ¿las bandas japonesas? ¿Cuál es la banda sonora de su adolescencia? Madonna es un ícono, pero ¿solo ella?
El elenco está formado por siete jóvenes que también participaron en el proceso de creación: José Miguel Araya (quien con sus textos se convierte en el hilo conductor de la obra) , Leftrarü Valdivia, Camilo Bugueño, Efraín Chaparro, Matías Méndez, Dimitri Bueno y Marcos Cruz. Todos sinceros, energéticos y recorridos corporalmente por las emociones de la obra.
El diseño creado por los artistas Daniel Bagnara (vestuario), Andrés Quezada (espacio sonoro) y Karl Heinz Sateler (iluminación) colabora con la significación de cada capa discursiva de la puesta en escena, creando ambientes emotivos, espacios atemporales y de diversa espesura.
No cabe duda de que los temas tocados son patrimonio del dolor de muchas generaciones de hombres, en Chile y en el mundo. Pero la generación centennial tiene particularidades. Según el estudio y desk research realizado por el área de Cultural Insight & Analytics (CIA) de Initiative Chile, en 2021, los centennial son “diversos y rupturistas”. De los 600 encuestados, un 18% no se identifica con la heterosexualidad, 68% sigue a sus streamers favoritos por sobre las celebridades, 50% declara seguir “otros” diferentes influencers, rostros, activistas, etc. Por otra parte, dicen pertenecer a 1 o 2 comunidades, e interactúan en promedio con 7.7 tipos de cuentas de redes sociales etc.
Nada de eso está en “La posibilidad de la ternura”. Veo a la generación de mi papá, de mi hermano menor, de mis compañeros de estudios y de trabajo (que aplauden a rabiar al final de cada función), pero me cuesta identificar a mis alumnos, muchos en tránsito de género o declarados no binarios, padeciendo ansiedades varias por el mundo en que viven.
Es cierto que no se pueden incluir todos los temas en una obra, pero si los que hablan tienen entre 13 y 17 años algo debe haber que los particularice, que los identifique como generación. La masculinidad centennial está inserta en un mundo de RR.SS., smartphones, ubicada en el medio de la modernidad líquida definida por Bauman.
Eso es lo que se echa de menos.