Luego de la disolución de la compañía La Niña Horrible, la dramaturga de Carla Zúñiga y el director de Javier Casanga volvieron a reunirse en la obra “La violación de una actriz de teatro”, que se presentó hasta el 5 de septiembre en la Gran Sala del Centro Cultural Matucana 100, con sistema “paga lo puedas”. Una propuesta diferente en lo escénico, contingente en el tema principal y reflejo de nuestra sociedad con respecto al confinamiento pandémico.
Dos personajes en escena: una actriz que por años ha representado el mismo rol y la productora del montaje que, a raíz de una peste, deben trabajar a través de una plataforma on line. Así se entrelazan las actuales condiciones sociales ocasionadas por la pandemia y las nuevas formas de mostrar la escena teatral.
Se trata de un montaje moderno y simple, que muestra una pasarela -cual desfile de modas- donde se desarrolla toda la trama que, en su primera parte, deja ver con ironía lo que sucede en el mundo del teatro, riéndose de las cosas que suceden entre los actores, sus productores y directores. Una suerte de destape del “tras bambalinas”, para que el espectador conozca con fundamento lo que pronto sucederá en la acción.
El texto fresco, fácil y entretenido de seguir hace que el público reaccione con naturalidad, además de reflexionar sobre la situación que desencadena el confinamiento: ¿Nos deberíamos reír de la pandemia o deberíamos llorar y gritar por lo que nos está sucediendo? El espectador se siente reflejado al dejar entrever esta realidad, pues resulta agobiante estar constantemente frente a una pantalla para ver teatro, cine, además de sostenes reuniones familiares y de trabajo.
Coca Miranda, la actriz protagónica, viste un gran traje rojo de peluche, zapatos de tacón del mismo color y un peinado engominado, cual gran diva de los años 40, que utiliza una silla como elemento de desplazamiento por la pasarela. Ella es un personaje cargado de odio y abrumado por el paso del tiempo sin sentido, que actúa sin una motivación aparente. En la segunda parte devela su verdad más oscura y profunda, que entrega la verdadera razón para renunciar a la obra: una violación.
Interesante resulta la propuesta de una obra dentro de otra obra, cuando el público logra hacerse parte en la vida de la actriz como propia, con esta impactante revelación.
Carla Gaete, la segunda actriz, vestida de rojo con blusa y pantalón, nos muestra un personaje poco empático en un principio con una energía débil en su gestualidad, siendo el expresionismo y lo grotesco los elementos que indaga en la puesta en escena. Esta mujer representa los compromisos de ejecución de la obra por lo que trata de forzar su desarrollo, sin embargo, va teniendo un vuelco hacia el final, cuando se colude y empatiza con el otro personaje para urdir el plan final.
Ambas en rojo, resaltan en el fondo negro. Este color nos habla de la rabia que experimentan las actrices producto de la agresión, que les da fuerzas y las impulsa.
La puesta en escena, elegante y sorpresiva en lo sonoro, llevan al espectador por un viaje entretenido con sus cambios lumínicos, que proyectan una reja en ciertos momentos sobre la platabanda. Sonoridades reconocibles, como un celular, juegos de micrófono y rompimiento de la cuarta pared cuando la protagonista baja a la gradería, son algunos de los elementos que utiliza la obra para despertarnos, hacernos reaccionar y pensar en lo trágico que es un acto de violación para una persona.
Los 50 minutos de duración dejan un pequeño gusto a poco, pero, en estos tiempos de vuelta al teatro, resultan precisos.